porque no está mal que terminen las historias mientras haya historias que contar

21.9.12

Primavera dosmildoce

A pesar de que esté fresco y de que todavía los árboles estén tristes y desnudos,  al 21 de septiembre hay que creerle. 
Un día conocí un gato que se llamaba Primavera. Bah, yo le puse ese nombre. Me hice amiga enseguida, y no lo vi nunca más, pero mientras me caminaba encima, y entre las piernas, y por la espalda, le escribí algo. 

Primavera es blanco y tiene la zona de las orejas y los ojos, negra. Ay, los ojos, si los vieran. Amarillos, redondos y brillantes como el sol, que nos mira desde arriba, como Dios para los creyentes (pero el sol no juzga, ni castiga, ni dice lo que está bien ni está mal, solo mira, acompaña, enciende).
Primavera se subió arriba de mi hoja, la manchó, la pisó. Primavera, después de estar acurrucadita a mi lado como si se fuera a quedar para siempre, se levantó en el momento en el que se sentó una señora a unos metros. Se le acercó a ella. Me dejó sola. Y, encima, la mujer le hizo "ch, ch" y la espantó.
Es que sí. La primavera así como viene, se va, y hay muchos que la subestiman en lugar de dejar que se les siente al lado y disfrutar de su estadía.

11.9.12

No voy en tren

El tren pasa solo una vez, dicen. Cuando llegue, subite, no lo dudes, dicen. Entonces la gente espera el tren. Con ansias, con nervios, pero con la seguridad de que apenas lo vean pasar van a poner un pie sobre él, y el otro, y todo el cuerpo; aunque no quiera frenar, aunque esté lleno de gente o muy vacío, aunque tengan la sensación de estar dando un salto al vacío. Permanecen contentos, entonces. Aguardan. Se quedan sentados en un escalón, o en un asiento, o en el piso. O tomando una Pepsi. Pepsi, no Coca, porque dicen que la Coca está allá, en el tren, claro, siempre lo mejor va a estar en el tren, ese tren que apenas vean se van a subir, porque sí, porque el tren pasa una sola vez.

Entonces de repente alguien se cansa y se va. Lo miran raro. Pero se sube a una bicicleta y se va perdiendo a lo lejos. Otros empiezan a seguir su ejemplo, aunque algunos a pie, otros en patineta, algunos rollers y hasta en triciclo.

Este es el fin del cuento, que no es un cuento. Simplemente digo que eso del tren queda súper lindo pero no hay un tren, hay muchos, y también hay muchos otros medios, y también se puede hacer una fiesta en la estación, con Fernet, risas, baile y miles de cosas; y andá a saber, quizás todos esos que se subieron al tren, terminan volviendo con la Coca para el Branca.

4.9.12

El disfraz de escritor

Una mesa en el medio, donde yacía un cenicero que rebalsaba de colillas de cigarrillos fumados casi hasta el filtro, algunos con las marcas rojas por mis labios (generalmente a medio despintar), otros de esa marca de cigarrillos que sólo él fumaba y que tiempo después me encontré comprando intentando inconscientemente de volver a esos jueves de cervezas e historias.
Cervezas e historias. Noches eternas me pasé fumando el tabaco que él fumaba y cuestionándome cuál de las dos cosas era generadora de la particularidad de la otra. A veces recién al tercer o cuarto vaso comenzaba entusiasmarme en sus relatos, otras estaban tan perfectamente armados desde el "hola, qué tal tu semana?" que la lucidez de los cuentos me incitaban a un fondo, y a otro, y a otro más, y así sucesivamente, por lo que la secuencia causa-efecto entre el alcohol y las cautivadoras narraciones se tornaba difícil de organizar.
Difícil olvidar ese último jueves que nos vimos. Yo había llegado un poco más tarde que de costumbre, no tenía por qué, como la mayoría de las veces en las que las mujeres llegamos tarde. Él, sin embargo, llegó todavía un rato más adentrada la noche. Se sentó, me empujó nerviosa y torpemente por debajo de la mesa con sus rodillas, se disculpó por eso y por llegar unos minutos demorado, y pidió una cerveza. Había algo raro en su forma de mirar, de hablar, de sentarse, de agarrar el vaso y de fumar sus cigarrillos. No quise preguntar. A los escritores no hay que preguntarles cosas, si no dejarlos hablar.
Como estaba más callado que de costumbre, decidí soltar mi lengua. Poco sabía él de mí. Le conté de Mauro; le expliqué la historia que me cautivó durante todo un año con millones de idas y vueltas en solo diez minutos. No era para mí eso de narrar. Al darme cuenta que nuestros jueves eran así de especiales por él y sus fabulosos relatos, y que yo no tenía nada que hacer al lado de ellos, cerré la boca y con mi silencio lo obligué a hablar.
A medida que me iba contando lo que acababa de sucederle, se iba relajando, empezaba a sonreír, perdía los nervios, dejaba de chocarme con las rodillas y la segunda botella se iba acabando. Pero yo escuchaba distinto, ya no tan ansiosa y entretenida en aquello que contaba. Como nunca antes ningún otro jueves.
Nunca fumé tantos cigarrillos como esa noche. Aprendí a amarlo en cuestión de pocas horas. En la simpleza de ese nuevo relato, estaba la sencillez de su ser y lo único que necesitaba para enamorarme. Estaba hablando con Lucas, y ya no con el protagonista de las historias de Lucas. El escritor puede ser interesante, divertido, intrigante, y puede generar ganas de escucharlo todo el tiempo, pero yo recién pude enamorarme de la persona.
Lucas persona nunca más quiso verme. Se sintió invadido, ya no estaba leyendo sus cuentos si no leyendolo a él, y para él yo nunca fui más que una oyente, una prueba de los efectos de su excelente habilidad para narrar e inventar historias. Algunos jueves todavía me siento en esa mesa de ese bar, me fumo sus cigarrillos, me tomo una cerveza y lo pienso. Ahora soy yo la que inventa las historias, historias que él nunca me contó porque el protagonista era su verdadera esencia. Sólo espero que alguien quiera escucharlas. Quizás él. Quizás no.