porque no está mal que terminen las historias mientras haya historias que contar

27.6.12

Soy mi propia ley

De chica, un par de veces me pasó que mi papá me retaba porque alguna de mis hermanas le había contado su versión exagerada y, en muchos casos, inventada, de los hechos. Y yo lloraba. Lloraba por desilusión, porque ni siquiera él había tenido la curiosidad de escuchar lo que yo tenía para decir. Entonces decidía no gritar, no esforzarme porque me creyera o me escuchara. Le decía a todos sus retos que sí, que bueno, y después con una angustia inmensa, me encerraba.

Me encerraba y buscaba mi propia armonía. Me decía que Dios sabía cómo habían sido las cosas, que esta vez de verdad no tenía culpa, entonces tenía que estar tranquila, yo no había hecho nada. Y Dios lo sabía.

Creo que incluso me lo imaginaba con cara a Dios. Con el tiempo crecí. Algo. Quizás. Me hice biológicamente adulta, dios perdió la cara, y un par de cosas más también. Pero esas pequeñas injusticias que me hicieron llorar mucho de chica, pasaron a ser otro tipo de injusticias, algo más profundas, que también me hicieron llorar (aunque un poco menos y quizás sin tanto griterío) a pesar de los años que me cargué en la mochila.

El mecanismo fue el mismo, pero diferente. No busqué a dios esta vez. Me tuve a mí. Me dije y comprendí que yo hice lo que tenía a mi alcance, que no me equivoqué, que, otra vez, no supieron o no quisieron interpretarme. No hice nada mal. Y yo lo sé.

Por más que me duela, esta vez también encontré mi paz. Pero por mí misma. Quizás sí haya crecido un poco.

4.6.12

No-sé-qué

Un día me pregunté con qué se sentía. Con la cabeza, seguro que no. El corazón es un órgano. El alma no es más que un concepto inventado por los viejos filósofos para justificar algunas cosas que después se encargó de tomar la religión y modificar la ciencia; tampoco. Entonces decidí llamarle "no-sé-qué". Primero por la justificación obvia, no tiene entidad, no tiene ubicación, no tiene materia. Y segundo, porque realmente ese no-sé-qué no sabe. Nada. Solamente siente.

Hay relaciones que concluyen con la cabeza. Que por algún motivo, o varios, uno de los dos se da cuenta que no da para más y que hay que terminar. Suele ser en ese tipo de finales que la mente choca con el no-sé-qué. La parte pensante se opone al otro ser que formaba parte del vínculo, y, estúpidamente (pero, pobre, no le digan así, que no tiene la culpa de no poder pensar) el no-sé-qué se alía a ese enemigo de la conciencia. Entonces termina siendo una lucha entre el no-sé-qué y la propia mente. Entonces explotás.

Mentira, no explotás, eso es lo peor. Convivís entre un sí y un no constante, entre si accionar según una u otra de las partes. Por un lado, lo que debés. Por otro, lo que sentís. Y como resultado de ese encuentro, lo que querés, vos, sólo, indefenso, que aunque se pasaron la vida diciendote que poder sentir y elegir y pensar y razonar era la mayor virtud del ser humano, te das cuenta que si fueras un perrito que duerme la siesta y tiene quien le haga mimitos y el dé de comer, estarías mejor.

Es que el perro no conoce el no-sé-qué. Si lo conociera, nunca más disfrutaría del Dog-Chaw como si lo fuera todo. Sí, así como te pasó a vos, que estabas bien sin amar, que no lo necesitabas, pero que el no-sé-qué atrapó a tu cabeza por un tiempo, y te enamoraste, y ahora que todo se terminó sentís que nunca más vas a disfrutar de lo que antes te daba paz. Una puerta cuando está cerrada no evidencia un espacio vacío. Cuando la abriste, la llenaste. Si se vació, quedó abierta, ahora sí te está faltando algo.