Nunca me había subido a uno, pero me moría de ganas. A la vez, no quería quedar como una estúpida, o sea, me daba un poco de vergüenza. Estaba pegándome la vuelta, cuando se me vino a la mente la entrada anterior. El concepto, más que nada. Esa idea que tengo de no quedarme con las ganas de nada. Entonces dije: si tengo ganas de subirme al toro mecánico, ¿por qué voy a dejar de hacerlo? Era algo que quería hacer, y si no lo hacía, estaba siendo la misma pelotuda de siempre. La misma que en el 09, 08, 07, la misma nenita llorona y caprichosa que nació un día nublado de mil novecientos noventa y cuatro.
Y sí. Finalmente me subí, y después otra vez. Estoy segura que fui la mejor de todas, más allá que me caí (obviamente, pero juro que duré un montón), porque lo mío fue más allá de todo. Aunque para el resto fui una más que gritaba como una histérica, para mí significó muchísimo más que subirme a un toro mecánico. Fue el comienzo de un cambio. Espero seguir así, porque cuando me bajé, realmente sentí una satisfacción inmensa. Algo que no acostumbro a sentir, eso de sentirse muy bien con uno mismo.