Tengo una filosofía con el sueño. No sé cuándo la adopté, supongo que un día en el que me di cuenta lo horrible y evitable de ese pseudo-sufrimiento de estar quedándote dormido y esforzarte por mantener los ojos abiertos. Notar a los párpados como lentamente se ponen pesados; percatarse de que ese microsegundo de "ojos cerrados" natural de pestañear, se va volviendo cada vez más largo, hasta que en un momento se transforma en dos, tres segundos; quizás diez o más (ya no sabés bien). Pero ahí estás, haciendo fuerza por que permanezcan abiertos. A veces te das cuenta como hasta tu mente cedió un poquito al "más allá" de dormirse. Y volver a la película, resulta sumamente desagradable hasta para tu cabeza. Ah, eso, porque casi siempre pasa mirando una película.
Un día decidí que no valía para nada la pena. ¿Para qué seguir sufriendo? La puedo ver mañana, o pasado, o tal vez nunca; pero no pienso pasarla mal. La peli no es tan buena, y aunque lo fuera, si la voy a padecer, mejor verla en otro momento. La secuencia se complica un poco cuando estás acompañado. Al otro, quizás enchufadísimo, le jode un montón que abandones. Porque o lo obligás a frenar (yo siempre hago esto, ¿acaso no era un plan juntos?) o no sé, a la gente le molesta. Debo admitir que cuando es así, me esfuerzo un poquitito más. Quizás es recién al quinto pestañeo largo que aviso. Porque aviso, eso sí: quedarme dormida sin decir nada me parece una traición. Además de que no quiero que me interrumpan en mi dulce entrega al más allá.
Si hablamos de obstáculos para esta filosofía, el cine lo fue por mucho tiempo para mí. Realmente nos vestimos, perfumamos, subimos al auto, pagamos una entrada y armamos toda una movida para venir acá a ver una película. ¿Cómo me voy a dormir? Bueno, después de otra vez medir pros y contras, decidí también entregarme aún en una sala de cine. Al día de hoy, en mis últimos años, debo tener más películas no terminadas que terminadas. Algunos podrán horrorizarse, pero es mi filosofía. La vida ya tiene muchas instancias de sufrimiento que no podemos controlar, yo voy a evitar todas aquellas que sí pueda.
Los que me conocen, casi nunca quieren ver películas conmigo. Tampoco me preocupa. Es hasta mejor: si aceptan ponerle play a algún título de Netflix en mi compañía, son todavía menos las explicaciones que tengo que dar cuando me quiero dormir. "Ya sabés cómo soy", digo, y escondo un tácito "y me querés así". Hay cosas peores, ¿no?
Pero toda regla tiene su excepción.
Una vez amé tanto que no me quería dormir. Que quería estar en esa cama y en ese abrazo presente y sintiendo sin que ninguna otra dimensión me arrastrara, por más cansada que estuviera. No quería desperdiciar ni un segundo de esa infinitud. Mi pecho física, química y sentimentalmente conectado con ese otro pecho eran mejor que cualquier película del mundo, esa sí que no daba pausar. Sobretodo porque sabía que si me dormía, lo que restaba era despertarme, despedirme, y ¿quién sabía cuándo iba a ser la próxima vez?
Por suerte, siempre en algún momento el sueño me venció. Y digo "por suerte" porque ojalá nunca te pase quedarte despierto y darte cuenta que el final llega igual. Que es inevitable. Que no hace falta dormirse para que se termine. Que no es necesario viajar a otra dimensión y volver para que en algún momento salga el sol. Y el sol representa cosas lindas la mayoría de las veces, pero en esta clase de amores esporádicos, es más malo que Cruela de Vil. Y la luna, es el colchón, el vino, la música de fondo y la mejor cupido de todas.
Ninguna peli vale tanto la pena, como la propia. Y menos si es nuestra y es de amor.