porque no está mal que terminen las historias mientras haya historias que contar

29.9.15

Seguí soñando II

Escribí que era una linda noche para acostarse imaginando cosas que no iban a pasar nunca y te pedí que no te durmieras porque te quería a vos en esos pensamientos. Te lo pedí en un tuit sin dueño. Te lo pedí sin esperar a que te sintieras tocado ni accedieras porque no necesitaba tu consentimiento: por suerte todavía se puede alojar a alguien en la cabeza sin pedirle permiso.

Pero entonces de repente estamos en un auto, no sé bien de dónde venimos. Los sueños tienen eso de siempre haber empezado antes de lo que tenemos noción (como los amores y las buenas anécdotas). Vamos los dos atrás, uno en cada ventanilla, y en el medio viaja Luli. Nada pasaría entre nosotros si estuviéramos al lado, pero igual tengo esa bronquita de no poder estar friccionando nuestras pieles, imaginando intenciones tuyas en roces casuales, jugando con ellos, creándolos; bailando con el límite a propósito-casual; queriendo (como siempre) que te des cuenta pero no.

De pronto bajamos del auto en la mitad de la ruta y revoleamos un coche viejo al río. A ninguno le parece raro, peligroso o fuera de lugar. Después volvemos a subir: esta vez me avivo y me siento en el medio. Ahora te tengo a mi derecha. Acá pierdo la cronología de los hechos. Apoyo mi mano en tu pierna sin "sin querer" que aguante, vos ponés la tuya sobre la mía y con un dedo la mimás. Yo te imito. Confirmo lo que pensaba: con sólo un dedo podés alterarme cada célula del cuerpo y cada rincón del alma.

Te cuento que soñé con vos, que sí me acuerdo qué, y que perdón por soñarte así, por robarte de sueños de otras para siempre tenerte en los míos. "Perdoname vos a mí por hacer que me sueñes", me respondés, y casi te digo que no tenés por qué disculparte hasta que caigo en que sí, que claro que es tu culpa que te sueñe, porque vivís sembrando en mí semillas que jamás regás por lo que solo florecen cuando duermo.

Me invitás a un bar donde vas a ir con tus amigos y yo cambio todos mis planes para ir, armo un quilombo bárbaro, pero voy; entonces desaparecés, y llego al bar y no estás, y me despierto antes de comprobar que no vas a venir. Hay olor a siesta, claro, otra vez todo pasó en mi inconsciente. Una vez más deseo que la vida tuviera un poco de eso de los sueños: tengo ganas de encontrarte de casualidad, encajarte un beso y que no te alborote, así como hace un ratito revoleamos un auto al río y nadie se escandalizó.

15.9.15

Dolina colectivo

Levanto la mirada del texto: calle Gavilán. Me tengo que bajar. Estoy a punto de tocar el timbre pero me percato de que ya lo hizo un pibe. De traje, pero le digo "pibe" porque es de esos que te das cuenta que odia usar traje y que incluso recién empezó a hacerlo rutinariamente hace algunas semanas. 
- Excelente libro - me dice.
- Sí, mal - respondo. Incómoda porque me doy cuenta de que es la escena perfecta; incómoda porque estoy segura de que se animó a decirlo porque se baja en esta parada, pero no sabe que yo también. 
- ¿Recién empezás? 
- Sí. Y me encanta.
El colectivo frena, me impongo para bajar antes por las dudas, como para que no haga ni diga nada raro porque yo también me bajo acá. Porque en una anécdota de amor, digna de este libro y del barrio de Flores del que cuenta (donde justamente estamos), seguro él me sorprende con algo. Pero no, todavía puede ser mejor: nos bajamos en el mismo lugar.

"Chau, suerte", le digo, mientras camino para un lado y él, para otro. "Chau", me contesta, con una sonrisa. Y me voy, a los brincos, con un amor seguramente ovacionado por los Hombres Sensibles y asquerosamente ignorado por los Refutadores de Leyendas. Convencida de que acabo de terminar una historia que jamás empezó, y con esperanzas de que el pibe de traje que odia los trajes me quiera encontrar como Jorge Allen a su primera novia. No porque quiera que lo logre... solo porque eso hace más dulce y significativa a esta crónica del Ángel Gris jamás escrita. 

13.9.15

Pena barata

Yo pensaba que era la dueña de las escenas más tristes, tirada en la cama llorando en la oscuridad de mi cuarto, con una canción triste de fondo... lo creía hasta que lo vi. Estaba sentado en la cocina frente a una tele que miraba sin ver. Estaban dando una repetición de Casados con Hijos y el ambiente estaba totalmente iluminado por el sol que entraba por las ventanas. Hacía calor lindo de septiembre. Pero él lloraba desconsoladamente. Con los reidores de fondo, con ese día hermoso, en la cocina, sentado bien erguido en la silla de la mesa como si estuviera jugando al truco o por comer. Todo digno de un día normal, bastante agradable y banal por cierto, pero, eso: las lágrimas. Caían como cataratas sobre su cara desolada, y no digo "cataratas" solo porque salían como chorros, sino porque parecía que no iban a frenar nunca. 

Había estado angustiado todo el día. Además estaba disfónico y tenía ganas de vomitar. Pero no le salía nada. Ni el llanto, ni la voz, ni vomitar. No había decidido si entregarse a la tristeza con música acorde o pelearla con Los Auténticos Decadentes o algo así. Por eso había dejado Casados con Hijos. Pero no estaba prestando atención. Él mismo quería creerse la escena: algo gracioso en la tele, clima ideal, luz. Pepe Argento, primavera, sol. Una postal llana pero agradable. Pero no.

Le preocupaba la voz y el estómago, pero más la tristeza. Porque la voz la tenía así por los goles que había gritado hacía un rato -y por la gira-; las ganas de vomitar eran por lo que había tomado la noche anterior y el almuerzo pesado que se había mandado; pero de la tristeza no tenía idea. Aunque la reconocía bien. No la entendía pero la sentía. Ahí. Ahorcándolo desde adentro del cuello. 

Quizás por eso no podía llorar. Y así fue como pudo cuando dijo: "me quiero desarmar en alguien". Sí, "dijo". Porque aunque estaba solo lo pronunció en voz alta. Y fue al escucharse que se quebró en llanto. "¿Hace cuanto no me desarmo en un abrazo? Llorar un hombro, aflojar los brazos, gritar, decir no puedo más. Que el otro me sostenga firme, que me diga no pasa nada. Llenarlo de mocos y que no le moleste, y que a mí tampoco me incomode. ¿Hace cuánto no tengo en quién desarmarme?". 

A medida que hablaba, lloraba un poco más. Porque se escuchaba, como si no fuera él, pero sí era, entonces más lágrimas, así hasta que vomitó. Después la voz se le había ido por completo y aunque hubiera querido seguir describiendo su desconsuelo, no habría podido. Fue así que se entregó a Pepe Argento, mientras las lágrimas se secaban solas. No había solucionado nada, pero mañana seguramente concluiría que había exagerado y seguiría como un idiota en el camino de los muchos vínculos superficiales y nadie en quien desarmarse. Es más fácil eso que hacer recalcular al GPS.