De chica, un par de veces me pasó que mi papá me retaba porque alguna de mis hermanas le había contado su versión exagerada y, en muchos casos, inventada, de los hechos. Y yo lloraba. Lloraba por desilusión, porque ni siquiera él había tenido la curiosidad de escuchar lo que yo tenía para decir. Entonces decidía no gritar, no esforzarme porque me creyera o me escuchara. Le decía a todos sus retos que sí, que bueno, y después con una angustia inmensa, me encerraba.
Me encerraba y buscaba mi propia armonía. Me decía que Dios sabía cómo habían sido las cosas, que esta vez de verdad no tenía culpa, entonces tenía que estar tranquila, yo no había hecho nada. Y Dios lo sabía.
Creo que incluso me lo imaginaba con cara a Dios. Con el tiempo crecí. Algo. Quizás. Me hice biológicamente adulta, dios perdió la cara, y un par de cosas más también. Pero esas pequeñas injusticias que me hicieron llorar mucho de chica, pasaron a ser otro tipo de injusticias, algo más profundas, que también me hicieron llorar (aunque un poco menos y quizás sin tanto griterío) a pesar de los años que me cargué en la mochila.
El mecanismo fue el mismo, pero diferente. No busqué a dios esta vez. Me tuve a mí. Me dije y comprendí que yo hice lo que tenía a mi alcance, que no me equivoqué, que, otra vez, no supieron o no quisieron interpretarme. No hice nada mal. Y yo lo sé.
Por más que me duela, esta vez también encontré mi paz. Pero por mí misma. Quizás sí haya crecido un poco.